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"Sistema de Finanzas Abiertas: El costo es no hacerlo" por Cristián Reyes
Un sistema de finanzas abiertas no es una amenaza para la banca tradicional, sino una oportunidad para reinventar su relación con los clientes, integrarse con el ecosistema digital y fortalecer la confianza en la infraestructura financiera del país.
October 8, 2025
Por
Ex-Ante

La discusión sobre los costos del Sistema de Finanzas Abiertas (SFA) en Chile ha adquirido un protagonismo inesperado. Durante una reciente sesión de la Comisión de Hacienda del Senado, la Asociación de Bancos e Instituciones Financieras (ABIF) calculó en US$ 619 millones el costo estimado de implementación. La fuente sería un estudio de Accenture que extrapolaría los gastos del modelo brasileño de Open Finance ajustándolos por PIB y población.

Sin embargo, el punto de partida de esa estimación es discutible. Brasil construyó su sistema desde cero, con inversiones masivas en infraestructura tecnológica, regulatoria y de gobernanza. En Chile, en cambio, el SFA se apoya en servicios públicos y privados ya existentes, lo que reduce de manera significativa los costos de entrada. Por ejemplo, las funciones de resolución de controversias, autenticación, firma digital y ciberseguridad no requieren desarrollar plataformas exclusivas: existen soluciones interoperables, certificadas y en operación que pueden adaptarse con ajustes marginales.

Por eso, trasladar el costo del modelo brasileño al chileno, sin considerar esas diferencias estructurales, equivale a comparar dos proyectos que no comparten escala, complejidad ni punto de partida. La analogía más precisa sería la de una casa nueva frente a una remodelación: ambas requieren inversión, pero los cimientos ya están hechos.

El modelo brasileño -que sirvió de base para la proyección- también incluyó gastos no imputables directamente al Open Finance, sino a procesos de modernización tecnológica que los bancos debían acometer de todas formas. Incluso, en ese país se ha discutido la magnitud de los números utilizados para describir el “costo” del sistema, pues una parte relevante corresponde a mejoras internas de infraestructura y seguridad que anteceden al proyecto.

El caso chileno, en cambio, ha avanzado con una lógica distinta. El diseño técnico, impulsado por la Comisión para el Mercado Financiero (CMF), ha buscado eficiencia y estandarización internacional. El esquema propuesto para el directorio central, por ejemplo, se estima diez veces más pequeño que el brasileño, manteniendo las funcionalidades esenciales de trazabilidad, interoperabilidad y exhaustividad, pero reduciendo redundancias y complejidades administrativas. Es una decisión técnica que privilegia la sustentabilidad del sistema y el acceso equitativo para todos los participantes, grandes o pequeños.

Otro elemento que infla injustificadamente la proyección de costos es el supuesto gasto de US$33 millones por adoptar los estándares de la OpenID Foundation. Se trata de protocolos globales, utilizados por cientos de instituciones financieras y tecnológicas en todo el mundo, cuya implementación es menos costosa, precisamente, porque ya están probados, documentados y cuentan con certificaciones disponibles.

Brasil, en su momento, modificó dichos estándares para atender limitaciones puntuales que hoy ya no existen. Así, la migración hacia estándares internacionales más simples y eficientes debería reducir costos, no multiplicarlos.

El debate de fondo, por tanto, no es solo contable. Tiene que ver con cómo se entiende la modernización del sistema financiero chileno: si como una carga o como una oportunidad. En las jurisdicciones que han avanzado más en esta materia -como el Reino Unido, Australia o el propio Brasil- el costo inicial ha sido compensado con creces por los beneficios sociales y económicos derivados del open finance: mayor competencia, transparencia, innovación en productos financieros y un acceso más justo al crédito y al ahorro.

En Brasil, a menos de dos años tras su implementación, ya existían más de 27 millones de clientes con más de 40 millones de cuentas interoperando bajo el nuevo sistema. Esa masa crítica genera un retorno social difícil de ignorar.

El SFA chileno tiene la ventaja de aprender de esas experiencias. El proceso conducido por la CMF ha sido abierto, consultivo y técnico, incorporando las observaciones de bancos, fintechs, asociaciones de consumidores y empresas tecnológicas. Ello ha permitido ajustar la normativa a los estándares más modernos, equilibrando las obligaciones regulatorias con la realidad operativa del mercado local. El resultado es un modelo más liviano, menos costoso y, probablemente, más eficaz en promover la competencia y la inclusión financiera.

En este contexto, insistir en cifras desproporcionadas solo contribuye a sembrar incertidumbre. Lo que Chile necesita es un diálogo informado y transparente sobre cómo asignar los costos reales y distribuir los beneficios futuros de la interoperabilidad financiera. Los bancos tienen un rol esencial en este proceso, pero también lo tienen los nuevos actores tecnológicos, las startups, los reguladores y los consumidores.

El desafío no es evitar el cambio, sino hacerlo de manera inteligente. Un sistema de finanzas abiertas no es una amenaza para la banca tradicional, sino una oportunidad para reinventar su relación con los clientes, integrarse con el ecosistema digital y fortalecer la confianza en la infraestructura financiera del país. Exagerar los costos es, en última instancia, subestimar la capacidad de Chile para innovar con responsabilidad y eficiencia.

El verdadero debate, entonces, no es cuánto cuesta el Sistema de Finanzas Abiertas, sino cuánto cuesta no hacerlo.